martes, 12 de mayo de 2015

Romeo, Julieta y su maldito secreto.

Respirar se me antoja demasiado difícil. Es mucho más sencillo dejarme llevar por el oleaje, dejarme arrastrar por este mar de sueños, dudas y miedos que inundan mi cabeza y ahogarme con ellos. Ya nunca más necesitaré una aspirina, un vaso de agua o un abrazo. Ya nunca más necesitaré nada, estoy dispuesto a ahogarme, a hundirme en mi tristeza y morir en ella, igual que morían las lágrimas de Julieta cuando llegaban a la suave línea de sus mandíbulas, igual que moría Romeo, igual que moría Julieta.

Es mucho más sencillo dejarse morir.



Habían pasado ya casi treinta años desde que escribió esas palabras, casi de despedida, en su diario. Nunca había pensado en quitarse la vida, al menos no literalmente. Le gustaba demasiado vivir como para hacer algo así. Y es que, esas palabras, guardaban más que un simple texto, más que una simple despedida, guardaban más que simples palabras. Guardaban un secreto, el secreto, el suyo. El suyo y el de ella. Porque treinta años atrás se hacían llamar Romeo y Julieta, en el sentido menos romántico que se pueda imaginar y, a su vez, el que más amor guardaba. Era un secreto, una promesa y una venganza. Y treinta años más tarde, con aquel diario ya ajado bajo el brazo, se disponía a cumplir aquel cometido, esa broma del destino que le desencadenaría de ese secreto para siempre. Y esta vez sospechaba que el para siempre, esa despedida, ese dejarse morir, sería de verdad. Eterno. Como ese maldito secreto. Como ella.



Blanca PeGarri.

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