jueves, 30 de octubre de 2014

Esto no es una historia de amor

Sentí el susurro de sus labios en mi oído, como pude sentir su aliento caliente, que provocó que todos los vellos de mi cuerpo se erizaran.

- Permite que te diga que estas preciosa esta tarde - me había dicho, con esa voz susurrada pero grave, intensa.

Di un respingo al escucharlo. No lo esperaba tan pronto. Se quedó detrás de mí, su cara aún pegada a mi oreja, respirando el perfume del agua de colonia que me había puesto antes de salir de casa. Me di la vuelta para encontrar su rostro a apenas cinco centímetros del mío, con esos ojos mirándome intensamente, como si en cualquier momento pudiera esfumarme. Puede que tan solo pasaran segundos, quién sabe. Lo único que puedo decir es que fueron unos segundos largos e incómodos. Me aparté nerviosa y emprendí el camino con la cabeza gacha, a sabiendas de que él me pisaba los talones. Caminamos así durante minutos, hasta que un semáforo en rojo me hizo parar, provocando que él se colocase a mi lado. Buscó mi mirada. Yo la evité. Sabía lo que aquello significaba. Esperé a que el semáforo se pusiera verde tamborileando con los dedos sobre mi muslo, vestido con unos vaqueros oscuros, y cuando lo hizo, traté de cruzar la calle lo más rápido posible. Pero me cogió el brazo, tan fuertemente que me resultó imposible zafarme de él. No forcejeé, ¿de qué serviría? Por fin me giré y le miré a la cara. Entonces dejó de apretar mi brazo y deslizando su mano hacia abajo sostuvo la mía.

- Estas preciosa esta tarde - repitió.
- No quiero esto - le dije en un susurro. - No puedo...
- Lo quieras o no, ya no hay marcha atrás. Tienes que ser consecuente con tus actos.
- Lo sé.
- Tienes cara de ángel... - añadió sonriendo. Adiviné cierta ternura en su mirada.

Me cogió de la cintura y acercó su boca a la mía. Me devolvió el beso que le había dado yo el día anterior. Tonto error el mío.
Sí, me estaba besando. Pero también estaba acabando con mi vida. Me estaba matando con un beso, igual que yo había empezado a matarlo a él el día anterior, con un beso. 
¿Quién iba a decirme a mí que cuando un ángel y un demonio se besan, mueren en cuestión de horas?




Blanca PeGarri

martes, 14 de octubre de 2014

Iguales y distintos

El mundo sería muy aburrido si todos fuéramos iguales.


















Bonito, ¿verdad? Los huevos, la fruta, las hojas, las flores... qué bellas creaciones. Y qué riqueza. Cuántos tipos diferentes de estas cosas podemos encontrar. La naturaleza puede ser tan creativa, tan juguetona, tan sabia...
Es una preciosidad.




Os contaré una historia.

Un día, alguien tuvo la macabra idea de clasificar a la raza humana. De crear diferencias, marcadas por nuestra piel. Por la piel (menudo disparate). La gente morena, por una parte. La gente pálida, por otra. La gente con piel rosada, la gente de piel cetrina... Y también por los rasgos: ojos rasgados, narices grandes, cabellos casi blancos de tan rubios...

Y tuvo también la descabellada idea de llamarlo razas. Toma ya.

Después, alguien qué se creyó más listo aún, decidió que unos mandarían más que otros, que la vida de unos valdría más que la de otros y que las ideas de unos eran mejores que las de los otros; de hecho, los otros "ni siquiera tenían la capacidad de pensar por sí mismos". "Perros" los llegaban a llamar. Ni que los pobres perros tuvieran la culpa de la inmoralidad de la raza humana. Sí, he dicho raza humana.

Tras siglos de progreso, aún vemos estas diferencias. Existen la aceptación y la igualdad. Pero parece que sólo cuando interesa y donde interesa. Porque seguimos mirando por encima del hombro, guiados por un color, por un rasgo, guiados por estereotipos y mentes enfermas.

Todos somos iguales. No me refiero a físicamente, ni si quiera en el interior. Pero todos somos personas, seres humanos con los mismos derechos y obligaciones. Nuestras diferencias nos hacen ser únicos y especiales.
¿Acaso tu gato es peor que el mío por ser gris y el mío blanco?
¿Acaso otros perros miran mal al tuyo por ser éste cojo, o tener manchas en el pelaje?
¿Y tú? ¿Miras a otras personas de manera diferente de la que te miras a ti?
Nuestro físico nos distingue del de al lado, y nuestras cualidades nos harán ser un tipo de persona u otra. Vivimos en un mundo rico en variedad, ¿por qué no aprovecharlo? ¿Por qué no llenarnos de ella?

El mundo sería muy aburrido si todos fuéramos iguales.





Blanca PeGarri

miércoles, 1 de octubre de 2014

El color de la bohemia

Aquella noche llovió como no había llovido en meses. Miraba por la ventana como hipnotizado, esa danza de gotas cayendo en picado y formando innumerables ondas en los charcos de las aceras. El aguacero caía con furia y el repiqueteo en el cristal se le antojaba relajante. Sonreía.

Se alejó de la ventana dejando caer la cortina, que la cubrió sin amortiguar el ruido de lluvia, y se acercó a la mesa donde descansaba su máquina de escribir. Era su tesoro más preciado. Eso, y una pluma que le regaló su padre cuando apenas era un niño, dos días después de que le confesara que quería ser escritor, habiéndose dado cuenta de que su hijo podía plasmar palabras sobre el papel con la facilidad de un escritor aventajado. La máquina la adquirió en una tiendecita que había encontrado doce años atrás en el barrio de Montmartre de París, tras mucho ahorrar. La vio por primera vez un martes, cuando salía de la pequeña y destartalada buhardilla que había alquilado a un precio exagerado para el estado en que se encontraba, en su primer viaje a la capital francesa en busca de inspiración. Le gustaba llamarlo "sus escapadas bohemias", que consistían en malvivir, eso sí, en el barrio más bohemio de la ciudad más bohemia. "Un artista no puede considerarse como tal si no ha vivido en Montmartre", solía decirle su padre cuando era niño, antes de morir.
Desde aquel martes de cielo nublado, pasaba todas las mañanas por la pequeña tienda y pegaba su nariz al cristal, mirando aquella joya con ojos soñadores. Pasó un mes y medio de duro trabajo como camarero en un café por el día y portero de un burdel por las noches. Escribía a mano, con la pluma que su padre le había regalado mucho tiempo atrás, entre turno y turno.
Cuando por fin pudo permitirse comprar la máquina de escribir, dejó el trabajo en el burdel. Escribía mejor por las noches, sobre todo las noches lluviosas, que no eran pocas, así que pasó de dormir poco a no dormir nada; su novela le tenía atrapado.

Había pasado más de una década. Había dejado París, Montmartre, el café y el burdel. Había dejado a Claudette y a sus piernas kilométricas. Había dejado el olor de baguette y café recién hechos. Había dejado el color de la bohemia.
Pero seguía escribiendo. Seguía sin dormir apenas. Seguía hechizado por el embrujo de las palabras. Porque aquella joya de máquina estaba endemoniada. Y escribía verdaderas obras de arte.

Aquella noche llovió como no había llovido en meses. Aquella noche tampoco dormiría. Aquella noche, una obra maestra esperaba a ser escrita.




Blanca PeGarri