miércoles, 1 de octubre de 2014

El color de la bohemia

Aquella noche llovió como no había llovido en meses. Miraba por la ventana como hipnotizado, esa danza de gotas cayendo en picado y formando innumerables ondas en los charcos de las aceras. El aguacero caía con furia y el repiqueteo en el cristal se le antojaba relajante. Sonreía.

Se alejó de la ventana dejando caer la cortina, que la cubrió sin amortiguar el ruido de lluvia, y se acercó a la mesa donde descansaba su máquina de escribir. Era su tesoro más preciado. Eso, y una pluma que le regaló su padre cuando apenas era un niño, dos días después de que le confesara que quería ser escritor, habiéndose dado cuenta de que su hijo podía plasmar palabras sobre el papel con la facilidad de un escritor aventajado. La máquina la adquirió en una tiendecita que había encontrado doce años atrás en el barrio de Montmartre de París, tras mucho ahorrar. La vio por primera vez un martes, cuando salía de la pequeña y destartalada buhardilla que había alquilado a un precio exagerado para el estado en que se encontraba, en su primer viaje a la capital francesa en busca de inspiración. Le gustaba llamarlo "sus escapadas bohemias", que consistían en malvivir, eso sí, en el barrio más bohemio de la ciudad más bohemia. "Un artista no puede considerarse como tal si no ha vivido en Montmartre", solía decirle su padre cuando era niño, antes de morir.
Desde aquel martes de cielo nublado, pasaba todas las mañanas por la pequeña tienda y pegaba su nariz al cristal, mirando aquella joya con ojos soñadores. Pasó un mes y medio de duro trabajo como camarero en un café por el día y portero de un burdel por las noches. Escribía a mano, con la pluma que su padre le había regalado mucho tiempo atrás, entre turno y turno.
Cuando por fin pudo permitirse comprar la máquina de escribir, dejó el trabajo en el burdel. Escribía mejor por las noches, sobre todo las noches lluviosas, que no eran pocas, así que pasó de dormir poco a no dormir nada; su novela le tenía atrapado.

Había pasado más de una década. Había dejado París, Montmartre, el café y el burdel. Había dejado a Claudette y a sus piernas kilométricas. Había dejado el olor de baguette y café recién hechos. Había dejado el color de la bohemia.
Pero seguía escribiendo. Seguía sin dormir apenas. Seguía hechizado por el embrujo de las palabras. Porque aquella joya de máquina estaba endemoniada. Y escribía verdaderas obras de arte.

Aquella noche llovió como no había llovido en meses. Aquella noche tampoco dormiría. Aquella noche, una obra maestra esperaba a ser escrita.




Blanca PeGarri

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