martes, 22 de octubre de 2013

Mesa para dos

Las burbujas explotaban al llegar a la superficie provocando un ruido que se le antojaba relajante. Bajó el fuego hasta hacerlo desaparecer y el agua dejó de hervir. Los huevos que habían estado bailando en ella se quedaron inmóviles, como el resto de cosas que la rodeaban en la fría cocina de su piso. Miró con gesto impasible el cazo y, tras unos segundos de profundo silencio, lo agarró por el mango y lo acercó a la pila. Mientras remojaba los huevos en agua fría y los pelaba sintió la quietud de la habitación. Paseó su mirada alrededor de ésta y una ola de soledad la golpeó. Dejó los huevos duros ya pelados en un plato y sacó la cena que había sobrado del día anterior del frigorífico para recalentarla en el microondas. Dispuso los cubiertos y los platos sobre la mesa y rebuscó en un cajón de madera desvencijada hasta encontrar una pequeña caja de cerillas, con el nombre de un hostal de carretera impreso en la parte superior seguido de un número de teléfono y un dibujo de un mariachi que sonreía alegre desde su minúscula cajetilla de cartón. Odió al personajillo por esa sonrisa que parecía burlarse de ella. Sacó una cerilla y después de varios intentos consiguió encenderla para después quemarse las yemas de sus dedos pulgar e índice. La soltó en un acto reflejo y se precipitó hacia el suelo mientras ella maldecía en voz baja y se llevaba los dedos a la boca. La saliva pareció calmar el quemazón y se dispuso a sacar otra cerilla. Esta vez tan solo hizo falta frotarla contra la banda un par de veces y una llama brillante apareció en la roja cabeza del fósforo. La acercó cuidadosamente a una vela que reposaba en el centro de la mesa, la cual se encendió rápidamente. La llama titilaba nerviosa en la mecha cuando un hilo de humo negro procedente de la cerilla recién apagada ascendía a su lado. El olor que desprendía le encantaba.
Sacó la cena del microondas y la dejó sobre la mesa, al igual que los huevos. Se acercó al tocadiscos y puso música tranquila: la suave melodía de Moon River salió del altavoz inundando la sala que, junto a la tenue luz de la única vela, ofrecía un ambiente un tanto romántico a pesar de lo desangelada que parecía siempre. Y por un instante tuvo la exquisita fantasía de ser Audrey Hepburn en Desayuno con Diamantes, tan guapa y elegante... Entonces, dejando su utopía a un lado, se deslizó lentamente sobre una silla y, pinchando un trozo de huevo duro, elevó la vista hacia el ventanal. Estaba anocheciendo y el crepúsculo ofrecía unas vistas maravillosas. La puesta de sol teñía de mandarina el cielo, casi añil, y dibujaba rayas anaranjadas en la pared. Contemplando esta estampa, la abrumó la realidad de sus pensamientos: se iba a quedar sola, él jamás volvería. Qué penosa se la veía ahí sentada, en una mesa para dos a la luz de las velas. Bueno, solamente de una. Se preguntó cuándo dejaría de hacer el tonto. Dirigió la vista hacia su pequeño gato gris y pensó que ese iba a ser su futuro, ser la vieja de los gatos. El felino le devolvió la mirada y pareció asentir, confirmando el triste destino que le esperaba a su ama, mientras la acariciaba ronroneando, consolándola.



"I was born with an enormous need for affection, and a terrible need to give it." Audrey Hepburn





Blanca PeGarri