lunes, 26 de noviembre de 2012

Comienza por el comienzo.

Todas las buenas historias empiezan con unas buenas palabras, con buenas ideas. Tienen un buen principio. El problema es cuando todas esas buenas ideas llegan a ti justo cuando no llevas un boli para apuntarlas. Cualquier lugar es bueno para escribir, incluso en una servilleta de la cafetería en la que tomas un cortado. Pero no, a mí esas ideas me vienen en la calle. Es cuando voy caminando hacia cualquier lugar cuando las palabras y las ideas invaden mi mente, cuando me veo inmersa en la batalla más sanguinolenta, en el amor más apasionado o en la discusión más sentimental. Es cuando las palabras más acertadas inundan mi cerebro y cuando mi subconsciente me ordena que escriba. Pero no hay boli, no hay papel, no hay lugar donde plasmar, sólo mi memoria. Ay mi memoria... Intento llegar lo más rápido posible a algún lugar donde escribir lo que mi cabeza me pide locamente, siento que si no explotaré, sobrecarga de información, necesidad de comunicación: mostrar mis palabras, mis pensamientos, mis ideas, mi mente. Pero ya es tarde; mi estúpida memoria me la ha vuelto a jugar y mi cabeza se ha encargado de inventar algo nuevo, no tan bueno como lo anterior. Resulta que la calle es mi inspiración.
Ahora tenía papel y boli y un pequeño ataque de inspiración. Pero estas palabras no serán el comienzo de ninguna buena historia.

Escrito con bolígrafo azul Bic sobre cuartilla de papel cuadriculada con cuatro taladros. Algún que otro tachón de tinta y garabatos varios.





Blanca PeGarri

lunes, 5 de noviembre de 2012

Palabras para el Mundo

Las palabras nunca habían sido tan fáciles. Sin saber realmente lo que iba a escribir en la siguiente frase, ni cuál iba a se su próxima palabra, sus dedos tecleaban rápida y eficazmente, sin pararse un segundo a pensar en su próximo movimiento, sin dudar de qué letra iría después, como si recitara el abecedario con melodía que le enseñaron en la clase de inglés en primaria: A, B, C, D, E, F, G...
Parecía que su subconsciente trabajaba a mayor velocidad de la que sus dedos le permitían y las letras se empezaban a amontonar sin sentido. Presionó la tecla de borrar y se paró por primera vez a pensar en lo que iba a escribir para no cometer errores. Después de un par de segundos, volvió a escribir lo mismo, esta vez correctamente y con más calma. Entonces volvió a ser la de dos minutos atrás y siguió escribiendo con tal entusiasmo que nada podía distraerla.

En su mesita de noche había medio croissant y un zumo a medio beber, el teléfono fijo y el móvil, un libro interesantísimo a los pies de la cama, Internet en la ventana de al lado... y aún así nada la podía distraer en ese momento, sumida en sus pensamientos y en sus ideas. ¿Por qué no lo anotaba como los escritores importantes en el reverso de una servilleta o en un billete de 5? Tal vez era precisamente porque ella no era una escritora importante. Se dedicaba a bloggear, a escribir cartas a gente que le importaba o a inventar historias que le podrían haber sucedido a ella o a cualquier perfecto desconocido. Incluso había escrito algún relato fantástico cuando era más pequeña, por no hablar de poemas y canciones en verso (acompañadas de garabatos para encontrar la inspiración). Porque ella había empezado a escribir mucho antes de lo que pudiera recordar. Pero sólo era eso, una escritora amateur, unas miles de palabras más para el Mundo, un mundo que nunca les daría la importancia suficiente o que, muy probablemente, nunca las llegaría siquiera a leer.

Dejó de golpear el teclado y leyó con atención las líneas que acababa de escribir. No había faltas de ortografía, ni gramaticales. Estaba correcto. Pero se paró a pensar y masticó cuidadosamente el significado de sus palabras, de lo que había dicho. ¿Realmente quería dejar constancia de ello?
Decidió ser impulsiva una vez más, y antes de tener tiempo para pensárselo dos veces hizo clic en Publicar. Ya no había vuelta atrás, el Mundo conocería su secreto, un mundo que nunca le daría la importancia suficiente o que, muy probablemente, nunca lo llegaría siquiera a leer.
Cerró la pantalla de su ordenador portátil y suspiró aliviada. Las palabras nunca habían sido tan fáciles.





Blanca PeGarri