martes, 24 de noviembre de 2020

La herida es tuya



Un día te das cuenta de que, a veces, no te hacen daño. 

Que duele, pero nadie te está haciendo nada. 

Un día te das cuenta de que esa herida 

no pertenece a nadie más que a ti 

y que la responsabilidad de curarla 

es tuya.




Hace tres noches tuve un sueño extrañamente realista que me dejó un poco removida. Hace dos noches tuve otro sueño, un tanto perturbador, de esos que te remueven completamente las entrañas y generan bolsas de ansiedad bajo los ojos y nudos de amarga realidad en el estómago. De esos sueños que te reafirman que la herida, que siempre había sido responsabilidad de otros, es en realidad tuya y de nadie más. Y que ahí hay mucho trabajo aún por hacer. Qué vértigo. Enfrentarse. Otra. Vez. De nuevo. De nuevo porque te enfrentas a ti mismo y a toda tu mierda y a toda tu bilis y a toda tu sangre. Y no eres tú, pero es tuya. Y de nadie más.

Entonces, toda removida y toda motivada por este nuevo despertar (digo nuevo, porque esto me pasa todo el tiempo), escribí esta reflexión corta de arriba.

Ayer estuve todo el día con esto en mente, arriba y abajo, dentro y fuera... Y cuando me fui a dormir no me dormía. Qué cantidad de emociones contradictorias, qué mal, pero qué bien... Empecé a reflexionar sobre cómo yo me quedaba a vivir en las heridas tranquila echándole las culpas de su sangre a no sé quién y tapándolas con gasas que no dejaban respirar la herida. También pensaba en mis amigos y en sus guerras, y en cómo también usan gasas y son víctimas de las culpas de los demás. 

Y, como siempre, entre mis desvelos, nació un poema que aún no he terminado, pero que empieza así:


Le pedimos al tiempo que nos cure,

el mismo tiempo que matamos haciendo nada,

que nos cure las heridas que gritan ensangrentadas

en nuestra alma apaleada.

Le pedimos al clavo que saque al otro,

que lo arroje con fuerza para que no vuelva

y lo metemos en la misma herida que aún grita ensangrentada

en nuestro corazón huérfano de madre, padre y amor.


Blanca PeGarri

miércoles, 18 de noviembre de 2020

La inmensidad

Nací medio muerta. Cuando el médico me devolvió a la vida, mi padre, desde la silla oportunamente colocada sobre la que se había caído al oír el quejido de mi boca que gritaba vida, le dijo al doctor entre lágrimas: <<Esta niña va a hacer algo importante>>. Esta historia la he oído millones de veces.

Mi madre, ajena a todo, me cogió en brazos y una energía extraña y poderosa la invadió. De esto me enteré hace un par de semanas.

No sabría definirme. Siempre fui una niña diferente, rara, de ideales marcados y convicciones fuertes, consciente de mis características aunque demasiado tímida para gritarlas. Siempre fui creativa: dibujaba, pintaba, cantaba, escribía (cuentos, historias, poemas, obras de teatro, reflexiones), hacía teatritos para mi familia, me disfrazaba, inventaba juegos. Tenía amigos, pero nunca me importó estar sola. Con crear, era feliz.

No estoy tan lejos de esa niña, aunque crecí y, como casi todos, decidí que era hora de ser adulta. Estudiar y buscar una profesión. Me gustaba lo que estudié. Disfruté. Ahora, adulta y siendo la casa de esa niña pequeña, sigo buscando mi lugar en el mundo. Después de todos los esfuerzos, años de estudio y de creer que me estaba formando como persona, no encontraba mi sitio. Sabía que estaba aquí para algo, lo sentía muy dentro de mí, pero no sabía para qué. Cuál era mi propósito en el mundo. Por qué se me regaló la vida aquel día por segunda vez. 

Y creo que ya lo sé. 

El viaje que estoy viviendo al escribir y desnudar mi verdad, reconstruirme y contárselo al mundo está resultando ser maravilloso. Es todo intensidad. Y creo que estoy exactamente donde tengo que estar. Siempre he sabido que publicaría, pero el miedo nunca dejó que me lo plantease enserio. Aún no sé cómo lo voy a hacer, pero sé que lo voy a hacer. Y leo las cosas que digo sobre mí y pienso... guau. Resulta que me quiero bien. Muy bien. Quererse bien no es fácil. Se asocia a lo pretencioso y por eso nos disfrazamos de modestia para no parecer altivos, cuando resulta que quererse bien es el principio de todo. A partir de ahí llegan las respuestas, la paz... y la esencia. Todo está ahí dentro. La inmensidad.

Y pienso que, en efecto, he nacido para enseñarle algo al mundo.


Blanca PeGarri