miércoles, 17 de mayo de 2017

16:18

Todo pasó en apenas unos segundos. Pero para ella, que yacía en el suelo del dormitorio, con los labios pintados de rojo y un vestido de flores amarillas, como las margaritas que decoraban su ventana, los acontecimientos ocurrieron con pausa, percibiéndolos de manera ralentizada y borrosa. Las hojas de papel caían lentamente desde la mesa hacia el suelo. El vaso, con restos de whisky escocés, rodaba volcado sobre el escritorio de madera oscura mojando las pocas hojas que aún quedaban y emborronando la tinta de la pluma que había utilizado para escribir su carta. Era una carta extensa, la más larga de su vida. Y la última. Tal vez era por eso, aunque ella nunca imaginó que no volvería a sentarse a escribir.
En su espalda, una herida que teñía de rojo su vestido de flores amarillas, a juego con sus labios, que temblaban intentando hablar.
En su escritorio, la última hoja que quedaba era la de despedida:
"Con todo el amor que te puedo ofrecer, siempre, siempre tuya"
El whisky manchaba su nombre.
Sus ojos, que luchaban por mantenerse abiertos, trataban de captar un último rayo de luz, aferrándose a la esperanza de no morir aquel día. Hasta que cada borrón se diluyó, igual que el ardor que sentía en la espalda. Y sus ojos dejaron de luchar.


Cuando llegó la policía alertada por la llamada angustiosa de la vecina de arriba eran las cuatro y veintitrés de la tarde. Hacía cinco minutos que ella había exhalado su último soplo de aire. Hacía siete minutos que él, a quien dirigía su carta, había salido corriendo con una navaja ensangrentada consciente y satisfecho por ser el último que la besara y acariciara con vida. Pero eso nadie lo sabía aún. Tan solo el vaso de whisky escocés sabía que había tocado los labios de un asesino.

El amor mata.

Y era cierto lo que había escrito. Siempre, siempre suya. 




Blanca PeGarri