miércoles, 27 de agosto de 2014

A las once y media.

Eran las once en punto.
El oleaje mojaba la arena y las rocas, dejando una estela de espuma blanca tras de sí. El cielo estaba oscuro, y en su negrura brillaban las estrellas, que dibujaban constelaciones y titilaban a su antojo. Se sentó a esperar en las rocas que sobresalían de la playa.

Eran las once y cinco, aún tenía veinticinco minutos por delante para pensar bien qué iba a decirle y cómo lo haría.
Echó la cabeza hacia atrás cerrando los ojos y tomó una bocanada de aire, sintiendo la humedad entrar por su nariz y recorrer el camino hasta los pulmones, el fuerte aroma a salitre impregnándose en sus fosas nasales. El vaivén de las olas le relajaba. Mantuvo sus ojos cerrados todo el tiempo. De vez en cuando, la intensa luz del faro, que iba girando, atravesaba sus párpados y le hacía cerrar los ojos con más fuerza, arrugándolos.
Todo era brisa, humedad y sal. Olor a mar.

Eran las once y cuarto. Faltaban tan solo quince minutos. A las once y media llegaría y entonces habría llegado el momento.
Respiró hondo y por fin se decidió a recapacitar. ¿Qué hacía él allí? ¿Estaba dispuesto a confesar todo? ¿Se sentía capaz de ser sincero? ¿Incluso siendo ella su confesora? No estaba seguro. Era muy arriesgado. Arriesgado para su dignidad, para su amistad, para su felicidad, para la felicidad de los suyos. Arriesgado incluso para su vida. Pero había llegado hasta allí. Había cruzado medio país para acudir a su cita, para que su alma estuviera tranquila, aunque su vida se convirtiera en un tormento. Le habían echado del hostal donde se hospedaba por no pagar y había tenido que dormir dos noches en la intemperie. Todo para verla a ella. Para verla y confesar su secreto. La vería por última vez. ¿Cómo no hacerlo? Debía ser valiente.
Siguió pensando. Tenía dudas.

Eran las once y veintisiete.
Se incorporó, respiró una última bocanada de aire, y se marchó dejando atrás el mar, las rocas, la arena, la luz del faro y su valor. La dejó atrás a ella, dejó atrás su vida. Lo dejó atrás todo.


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Blanca PeGarri

sábado, 16 de agosto de 2014

La montaña

La montaña nos abraza, nos guarda. Sus leyendas, sus gentes, sus árboles, rocas, ríos y lagos nos deslumbran, sus vientos nos guían, sus sendas nos dan camino. La montaña nos habla y nos cuenta historias, cientos de ellas, y nos da esperanza, verde como el verde de sus árboles y su musgo. Nos da esperanza, y también fuerza y valor, para seguir adelante, para poner un pie detrás de otro, para decir "sí se puede" cuando creías que no podías más. La montaña nos enseña a compartir, a respetar y a ayudar.
Es maestra, madre y diosa.

Su olor se clava en nuestras narices y purifica nuestros pulmones, su aire nos susurra palabras de amor al oído, su paisaje nos alegra la vista, el sabor de su agua refresca nuestros labios, su esencia... su esencia lame nuestra piel hasta erizar el último vello de nuestro cuerpo.

La montaña.
Es tranquilidad, es paz. La montaña es montaña en todas sus expresiones, es ella misma, sin tapujos, ni maquillajes, al natural. Es montaña.

La montaña nos abraza, nos guarda. Y sus caminos guían nuestros pasos.





Blanca PeGarri