martes, 2 de abril de 2024

Síndrome posvacacional

Hoy he vuelto a trabajar después de 10 maravillosos días de vacaciones. Y no digo maravillosos porque me haya ido de viaje por el Sur de Italia o me haya escapado al medio de la nada cual ermitaña sin conexión a internet para poder reconectar con la naturaleza y con mi cuerpo comiendo kéfir, bebiendo té matcha y haciendo yoga, o haya hecho nada excepcional, si entendemos como excepcional cualquier cosa que no sea no poner el despertador, comer fuera de casa más veces de lo habitual o beber cerveza independientemente de si es un martes o un viernes.

Y hoy tengo síndrome posvacacional o, lo que es lo mismo, un recordatorio macabro de que, en realidad, no quiero ir a trabajar -no es que no me guste, es que me gustaría más no tener que hacerlo- y que lo que quiero es poder dejar de escuchar el sonido horrible del despertador (horrible aunque sean trinos de pajaritos porque resulta que cuando miro por la ventana no hay un árbol con gorriones sino un patio de luces con ropa tendida), comer cocina fusión que no entiendo en restaurantes modernos y cenar unas tapitas en la barra de un bar de toda la vida, beberme unos tercios, da igual si en martes o en viernes.

Y por pedir, irme de viaje sin tener que pedir permiso, que agosto está muy manoseado y hay mucha gente y me gusta ver mundo sin que nadie me moleste, y sin tener que pedir perdón a señores que me dan igual por haberme tomado 15 días de descanso de sus mensajes infinitos que me importan una mierda, pero que hago como que sí porque me han educado bien. Perderme en el campo para reconectar con la naturaleza comiendo en el bar del pueblo o un bocata de jamón con tomate y dando caminatas para recordarme con el quemazón en los muslos lo flojas que se me han quedado las piernas y la mierda de circulación que me estoy ganando por trabajar sentada en un escritorio y luego no tener ganas ni de salir a caminar por mi barrio. Eso también me lo recuerdan mis zapatillas de senderismo aburridas de estar en el armario y el espejo cuando me veo la celulitis en el culo, pero me echo una cremita de 40 euros y me autoconvenzo de que el dinero me devolverá la firmeza que me han quitado los treinta y el sedentarismo.

Lo del gimnasio lo llevo a rachas. Me apunto, voy, lo odio, dejo de ir. Sólo disfruto de verdad el pilates, pero empezar es otra historia y siempre hay una excusa (el calor sofocante, el frío que te atrapa en casa, el cansancio, un capítulo más de ese libro de autoayuda que llevas leyéndote 6 meses... no querer saludar a las señoras que van a tu clase y que te hablan de pollo escabechado mientras la profesora te dice que mantengas activo tu power house, ni ver a las tías que están más tonificadas que un póster de Women's Health y que te hacen plantearte qué leches pintas tú ahí y que ya llegas tarde a estar como ellas en verano, por lo que un año más pensarás "el año que viene sí"). Así que bueno, supongo que me merezco la celulitis o no ser capaz de reponer una botella de Aquaservice yo sola.

En fin, que lo que me gusta es vivir y aprovechar mi existencia en cosas que me llenan, como el campo, el mar, escribir, leer mucho, ir a conciertos, probar comida, sentarme en terracitas y viajar. Yo sería feliz teniendo pasta, para qué nos vamos a engañar, pero soy un ser humano adaptable y sé que para eso tengo que aportar mi granito de arena para que otros ganen más y, entonces, ya me merezco esos 5 días en un Airbnb de Londres para comer fish and chips bien a gusto y poder volver a la oficina siendo la envidia de mis compañeros que han comido de su táper recalentado.

Una vez casi me atropellan yendo a trabajar y pensé que sería una putada, pero que estaría una semana al menos sin dar un palo al agua y no tendría que pedir perdón porque no estaba disfrutando en la playa, sino sufriendo de dolor de espalda y de un esguince en el tobillo en la cama. Sería una putada, pero no tanto. Cuando me lo imaginé, pensé en qué dirían mis compañeros al no verme aparecer. A quién llamarían desde la ambulancia para decir que ese día no iría a trabajar porque un coche se había saltado un paso de peatones. Todo esto mientras subía las escaleras del edificio donde está mi oficina con mi mochila a la espalda y mi fiambrera bajo el brazo lista para ser recalentada en el microondas junto a la de mis compañeros unas horas más tarde. Cada vez que paso por ese paso de peatones me acuerdo y me acecha esta idea.


Sigo sin ser rica. Ni siquiera acomodada. Se me ha llegado a pasar por la cabeza subir vídeos de mis pies en Only Fans, dicen que funciona, pero me da una mezcla entre asco y pereza. Qué hastío. Ningún trabajo paga la salud mental que el cerebro pide a gritos y se traduce en ansiedad, migrañas y dolor de espalda. Si la vida se encarece al doble, pero te suben el sueldo 60€ al mes puedes dar las gracias, los invertirás en el psicólogo, o en el fisio, depende de qué tengas más jodido ese mes, si la cabeza o las cervicales. Otra idea es ganar la lotería o dar un braguetazo, pero ni compro cupones ni me apetece tener que depender de otra persona, de verdad que qué pereza.

Y no es que no quiera hacer nada con mi vida. Me gusta mantenerme ocupada. Pero con lo que me llena, ayudarme a mí, ayudar a los demás, elegido por mí. Mi trabajo, mis proyectos a mi tiempo, slow life, dejar huella. Cuántas veces he utilizado el posesivo en primera persona, pero es que igual el cansancio te hace egoísta, no lo sé. Tal vez la respuesta sea mudarme al campo con unas gallinas y un huerto y aprender a leer las horas según la posición del sol, pero por un lado quiero dejar un legado (se repite en mi cabeza eso de "dejar huella"), que lo que haga sea algo bueno y perdure. Y también me gusta demasiado el skin care, los caprichitos en ropa y salir a cenar. Y eso vale dinero. Soy una esclava del sistema y lo hago bien; como he dicho, soy un ser humano adaptable. Mi alma reivindicativa no paga los billetes de avión a Bali.