miércoles, 29 de noviembre de 2023

Las cenas de antes

Hoy he preparado para cenar setas con longanizas, como las hace mi madre y como las hacía mi abuela. Llevan bien de aceitito y perejil, para poder mojar bien el pan.

Estoy en mi escritorio escuchando la sartén hacer chup-chup en la cocina y oliendo el recuerdo (otra cosa no, pero mi extractor absorbe hasta los peores días) de una cena con fundamento -y no mi usual y poco laborioso tomate cortado y lata de sardinas. Pienso en qué escribir y me doy cuenta de que últimamente vuelvo mucho a mi abuela. A cómo preparaba todas sus cenas con cuidado y, sobre todo, cómo en todas podías mojar pan. Bebía un poco de tinto y luego comía palmeritas, porque "a mí esto no me tiene que faltar". A cómo bendecía la mesa siempre y cómo observaba si la seguías, pero siempre cauta y siempre, siempre, con el amor de una de sus palmeritas al terminar.

Lo que hace un plato de setas con longanizas.

Últimamente pienso mucho en mis raíces. Será porque antes no las sentía y sólo quería volar (no me hizo falta llegar a la adolescencia para ello, siempre fui una niña curiosa -por la curiosidad gata, que siempre me mantuvo viva, y por la extraña singularidad que arrastraba irradiaba.

He tachado el verbo arrastrar, aunque es la primera palabra que me ha salido,

porque es algo que de niña pensé que pesaba,

pero ahora es algo que ojalá permanezca siempre.

Ahora el vuelo es alto, pero siempre vigilante. Libertad y mi nombre son dos cosas que siempre han ido unidas, pero para que el árbol sea frondoso necesita unas raíces fuertes y sanas. Y no está reñido; las vistas son espectaculares, el vuelo de las hojas, infinito. El hogar, eterno.


Enserio, lo que hace un plato de setas con longanizas. Mi abuela está sonriendo seguro.


martes, 7 de noviembre de 2023

Sobre los 30

Ha pasado un año y un día desde que cumplí 30. La cosa prometía; me encontré con un año lleno de vacío y vacío de nada. Cómo me gustan las montañas rusas, aunque jure cada vez que no subiré a una porque me dan vértigo.

Hago balance, como si estuviera frente al reloj en la Puerta del Sol, de lo bueno y lo malo. Cuánta angustia y cuánta euforia. Cuánto cambio ha habido. Aprendizaje. Parece que entrar en la treintena te acerque más a tu infancia que a tu madurez; me compré un libro de plantas sólo porque sabía que mi abuelo lo hubiese tenido y he puesto una foto de cuando mis abuelos eran novios en un marco bonito en mi salón y les saludo todos los días. Cómo me gusta amarrarme a mis raíces ahora. Luego no dejo de comprar plantas, porque siempre las acabo matando, pero no pierdo la esperanza de que seré capaz de mantener algo con vida (me sigue entusiasmando la ironía de la metáfora).

Y aunque los treinta me ponen delante a la niña y la tierra, las veo con ojos más sabios (mi yo de cincuenta se reirá cuando lea esto), por eso las veo y las siento cerca. Los treinta, no sé si por casualidades o por simbolismo, es un año de comienzos emocionales. También de finales, pero éstos siempre implican principios.

Qué año de locura. La cura ha sido aterrizar con los dos pies en el suelo teniendo la cabeza en un limbo de posibilidades a las que no sé llegar, que ya es mucho. Lo esperado hubiera sido salir con el corazón lleno de rasguños y arrastrando el plomo en los pies. Pero llego liviana, el corazón, con razón, algo tocado, pero entero. Y han pasado los 30 y aquí sigo, como la niña que no sabe a dónde tirar, si a dobles o a nadas, y como la mujer con el corazón en llamas y el grito de paz pintado en la frente.