domingo, 11 de julio de 2021

Meditación frente al mar una mañana de domingo de julio

Estoy sentada frente al mar. Es temprano.
Atrapo el aire en respiraciones lentas, húmedo y pesado, y cae denso en mi pecho, que guarda porciones de salitre para abastecer mis propios mares.

La brisa azota mi cara y algunos mechones sueltos bailan rebeldes y libres. Mi cara está fresca, el viento va despertando sus poros. Siento las mejillas (y soy consciente de que no solemos sentir las mejillas). El viento, la brisa, el mar de lejos, las acarician y se sienten vibrantes mientras las sirenas susurran sus cantos extranjeros en mis oídos. 

Huele a pan tostado y guardo su esencia a la altura de mi paladar. Lo imagino con aceite y tomate. De lejos, algún niño madrugando en domingo. Los pájaros silbando los buenos días.
Alguna gaviota vuela y su parla acompaña las olas en su vaivén hipnótico. El sol que no se atreve a salir de detrás de las nubes sí que se cuela curioso entre ellas para calentar el agua y su reflejo se me antoja cristales entre el oleaje y la espuma.

Vuelvo al aire. A la brisa. Me traen el mar y me envuelven en él, se pega en mi piel y tatúa mis brazos.
Frente a mí, la playa.
Al fondo, la inmensidad.