Todo pasó en apenas unos segundos. Pero para
ella, que yacía en el suelo del dormitorio, con los labios pintados de rojo y
un vestido de flores amarillas, como las margaritas que decoraban su ventana,
los acontecimientos ocurrieron con pausa, percibiéndolos de manera ralentizada y
borrosa. Las hojas de papel caían lentamente desde la mesa hacia el suelo. El
vaso, con restos de whisky escocés, rodaba volcado sobre el escritorio de
madera oscura mojando las pocas hojas que aún quedaban y emborronando la tinta
de la pluma que había utilizado para escribir su carta. Era una carta extensa,
la más larga de su vida. Y la última. Tal vez era por eso, aunque ella nunca
imaginó que no volvería a sentarse a escribir.
En su espalda, una herida que teñía de rojo
su vestido de flores amarillas, a juego con sus labios, que temblaban
intentando hablar.
En su escritorio, la última hoja que quedaba
era la de despedida:
"Con todo el amor que te puedo ofrecer, siempre, siempre tuya"
El whisky manchaba su nombre.
Sus ojos, que luchaban por mantenerse abiertos,
trataban de captar un último rayo de luz, aferrándose a la esperanza de no
morir aquel día. Hasta que cada borrón se diluyó, igual que el ardor que sentía
en la espalda. Y sus ojos dejaron de luchar.
Cuando llegó la policía alertada por la
llamada angustiosa de la vecina de arriba eran las cuatro y veintitrés de la
tarde. Hacía cinco minutos que ella había exhalado su último soplo de aire.
Hacía siete minutos que él, a quien dirigía su carta, había salido corriendo
con una navaja ensangrentada consciente y satisfecho por ser el último que la
besara y acariciara con vida. Pero eso nadie lo sabía aún. Tan solo el vaso de
whisky escocés sabía que había tocado los labios de un asesino.
El amor mata.
Y era cierto lo que había escrito. Siempre,
siempre suya.
Blanca PeGarri
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