No sabía siquiera su identidad. Sólo podía recordar el abrazo a través de su espalda, el sentimiento de alivio tan reconfortante que sentía al abrazar ese cuerpo y esa rara felicidad atada a la atracción. La duda recorría su médula. ¿Por qué invadía su tranquilidad? No quería que se marchara, pero la razón le pedía a gritos que le dijera lo contrario:
Le quiero, ¿por qué vienes a molestar?
Esas palabras no paraban de salir de su boca, inconsciente y muerta, que sonaban repetitivas e insistentes en el oído de él.
Y ahí estaba, el abrazo eterno, tierno como un beso a un niño, profundo como el añil que tiñe la noche.
Se levantó de la cama torpemente, un poco mareada y con el pie enganchado en el revoltijo de las sábanas. Cuando consiguió tener los dos pies en el suelo se acercó a la estantería y alcanzó la libreta donde anotaba cada uno de sus pensamientos, ideas y borrones. Escribió: Tú y sólo tú. Tal vez para volver a la realidad, tal vez para afianzar su realidad. Volvió a tumbarse en la cama e intentó conciliar el sueño de nuevo, a sabiendas de que nunca lograría zafarse de ese sentimiento secundario y escondido, que volvía a dormir tranquilo y manso en el fondo de su loco subconsciente.
Blanca PeGarri
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