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La última vez

Estoy sentada a la sombra en una silla de la casa del campo. Tengo un libro entre manos y, mientras leo, oigo a las cigarras cantar en una inequívoca señal de que aún hace calor, aunque no es sofocante: el calendario ya se ha comido la mitad de septiembre, pero me sigue apeteciendo enfundarme el bañador de rayas rojas y dejar que el aire del campo me envuelva. Veo algunos olivos y un par de libélulas rojizas sobrevuelan el agua de la piscina, que refleja en formas desiguales las copas de los árboles. Una suave brisilla cálida acaricia mis brazos y mis mejillas y me trae el olor de la tierra y pienso en que si pudiera detener el tiempo, este sería un momento perfecto. Los sonidos, los olores, la sensación de verano eterno. Todo me hace querer presionar el botón de pausa y quedarme a vivir en este momento. ¿Tengo ese poder? Cierro los ojos, aprieto los párpados, la luz que los atraviesa se oscurece. Los abro, deslumbrada, y veo pasar una mariposa blanca y pequeña. Qué pocas mariposas se ...

¿Dónde estamos cuando nos perdemos?

¿Dónde estamos cuando nos perdemos? ¿Cómo damos con nosotros mismos en un mundo que no para? Paso unos días en la playa con la intención de reencontrarme con mi propia paz y con la belleza del mundo. El azul del mar en sus infinitas tonalidades, el sol brillante, el dulzor de un melocotón jugoso. Juego con la idea de idealizar una vida que he dejado abandonada mientras trato de ignorar los casi cuarenta grados que marca el termómetro y la humedad que me deja el cuerpo pegajoso, los restos de arena que encuentro en mi bolso, en mi bañador, en mis sábanas. Como si el verano fuese un paréntesis, el tupido velo que corres cuando tu alma te pide a gritos un descanso, la película en pausa mientras vas corriendo al baño.  A veces, me descubro sonriendo y eso, aunque no me haga encontrar la paz, sí me acerca un poco al camino. Si hubiese sido por mí —más bien por la persona que últimamente trata de llevar los mandos de mi conciencia— no habría salido de mi madriguera, de no ser porque en a...

Leer por leer

¿Desde cuándo la lectura se ha convertido en una competición, con los demás o con uno mismo? Desde cuándo, me pregunto, se ha puesto de moda leer para acumular un número de libros y no por placer.  En ocasiones, intoxicada por la voracidad de las redes sociales, me he sorprendido a mí misma ansiosa por terminar un libro para empezar otro sin centrarme en cuánto lo estaba disfrutando. O si lo estaba disfrutando siquiera. Y no me reconocía. Entonces echaba el freno de mano, respiraba y me recordaba por qué leo desde que tengo cuatro o cinco años: la paz, la evasión, las conversaciones internas. Y me recordaba que el tiempo que me queda al día (o a veces a la semana) para leer, quiero que sea así, sanador, y no una carrera contra la pantalla de unos cuantos que leen por otras razones, válidas, seguro, pero no para mí. A mí me gusta recrearme en el hedonismo de la lectura. Entiendo las comunidades de lectores como entornos seguros. Agradezco a quienes comparten sus opiniones, sus gusto...

Me he convertido en una señora

Hoy me he levantando temprano (o más temprano de lo que me gustaría levantarme un sábado) y, antes incluso de desayunar, ya había arreglado la casa y puesto una lavadora con las sábanas. Es día de mercado, así que ante la evidente escasez de mi nevera, me he puesto unos vaqueos blancos, una camisa de rayas azules y flores bordadas, he cogido mis bolsas de tela, y he salido a la calle mientras me cruzaba un bolsito beige por los hombros. Ya había gente, así que he acudido a mi puesto habitual, el de Manolo. Sé que se llama Manolo porque todo el mundo le saluda por su nombre, aunque yo le conozco por Y-qué-más , que es su muletilla cada vez que le pides un cuarto de kilo de lo que sea. ¿Que por qué empecé a ir a él y no a otro? Como toda chica independizada de treinta años que no sabe distinguir cuándo las judías verdes están bien de precio y cuándo por las nubes, mi primer día de mercado en el barrio me dejé guiar los la marabunta de señoras que se agolpaban alrededor de las cajas de fr...

El impulso contenido

Me despierto por la mañana y aprovecho para remolonear. Hoy no hay despertador ni prisa por empezar el día. Abro el ojo, eso sí, con un pensamiento clavado en el lagrimal, como una pestaña caduca que se marchitó cuando dejé el teléfono en la mesilla antes de dormir. Un buenas noches no es suficiente despedida y el parpadeo que dura una noche es demasiado corto como para aliviar la ansiedad de teclear un "te echo de menos" tres minutos después de poner el teléfono en modo "no molestar", rezando por que suene a notificación susurrada en el oído. Los días de guardar no debería estar permitido pensar. Y aquí estamos, centrifugando sentimientos. Sintiendo y no queriendo, o queriendo sentir y atormentándonos por ello. Lo he vivido tantas veces en tan poco tiempo que ya sé muy poco sobre el dolor y el placer, qué línea más delgada. Se parece a mis brazos huesudos separando mis costillas del mundo. Qué habrá de corazón y qué de realidad.  Me pregunto qué serán estas ganas i...

Síndrome posvacacional

Hoy he vuelto a trabajar después de 10 maravillosos días de vacaciones. Y no digo maravillosos porque me haya ido de viaje por el Sur de Italia o me haya escapado al medio de la nada cual ermitaña sin conexión a internet para poder reconectar con la naturaleza y con mi cuerpo comiendo kéfir, bebiendo té matcha y haciendo yoga, o haya hecho nada excepcional, si entendemos como excepcional cualquier cosa que no sea no poner el despertador, comer fuera de casa más veces de lo habitual o beber cerveza independientemente de si es un martes o un viernes. Y hoy tengo síndrome posvacacional o, lo que es lo mismo, un recordatorio macabro de que, en realidad, no quiero ir a trabajar -no es que no me guste, es que me gustaría más no tener que hacerlo- y que lo que quiero es poder dejar de escuchar el sonido horrible del despertador (horrible aunque sean trinos de pajaritos porque resulta que cuando miro por la ventana no hay un árbol con gorriones sino un patio de luces con ropa tendida), comer c...

Tengo un poema en el ojo

Hoy es el día mundial de la poesía. Una escribe siempre, hasta cuando no tiene dónde hacerlo, porque siempre hay algo sobre lo que escribir. Hoy más. ¿Un poeta siente porque escribe o escribe porque siente? Un poeta mira la lluvia cuando no hay nubes y encuentra la luz porque siempre sale del pecho en tinta y a borbotones. Es la emoción la que vertebra al poeta y las vértebras de sus letras las que se resquebrajan cuando se ponen intensas. El poeta sale y vive hacia dentro, el poeta se encierra y lo arroja todo hacia fuera.  El poeta no da explicaciones: el poeta vomita palabras con las yemas de los dedos, que rebuscan y arrancan hasta las que se han quedado más enredadas entre las raíces del pecho. Y le sobran los motivos. ¿Qué es ser poeta sino ver la vida con la necesidad imperiosa de (d)escribir su dureza y su belleza? ¿Acaso no es un poeta un esclavo de la libertad de sus emociones? Me despierto con la convicción de cómo voy a empezar el día y con la certeza de no saber cómo t...

Escribir sobre cosas

Hace un mes, o dos (más o menos), escribí sobre algo. Sobre algo de alguien.  Fue como una revelación; igual que dije que no sé cerrar etapas sin escribir un libro (abusé un poquito de amor propio cuando sentencié esto), sé que algo es importante para mí cuando escribo sobre ello. También me pasa con las personas. Escribir sobre alguien no es como escribir sobre la infancia, tus cosas favoritas o de qué planes tienes para tu próximo viaje (aunque a veces engloba todas estas cosas). Escribir sobre alguien es como revelar a corazón abierto tus intenciones más íntimas. El amor o el odio, la pasión, la rabia, se quedan al desnudo ante un lienzo en blanco manchado de letras negras; el espejo del alma de quien escribe que lo convierte irremediablemente en un ser vulnerable. A veces son hechos grandiosos: una declaración de amor, un primer beso. Otras, cosas tan simples como un roce o un nombre bien pronunciado. Éste fue mi caso. Siempre me ha gustado mi nombre, pero cuando sale de tu boc...

Las cenas de antes

Hoy he preparado para cenar setas con longanizas, como las hace mi madre y como las hacía mi abuela. Llevan bien de aceitito y perejil, para poder mojar bien el pan. Estoy en mi escritorio escuchando la sartén hacer chup-chup  en la cocina y oliendo el recuerdo (otra cosa no, pero mi extractor absorbe hasta los peores días) de una cena con fundamento -y no mi usual y poco laborioso tomate cortado y lata de sardinas. Pienso en qué escribir y me doy cuenta de que últimamente vuelvo mucho a mi abuela. A cómo preparaba todas sus cenas con cuidado y, sobre todo, cómo en todas podías mojar pan. Bebía un poco de tinto y luego comía palmeritas, porque "a mí esto no me tiene que faltar". A cómo bendecía la mesa siempre y cómo observaba si la seguías, pero siempre cauta y siempre, siempre, con el amor de una de sus palmeritas al terminar. Lo que hace un plato de setas con longanizas. Últimamente pienso mucho en mis raíces. Será porque antes no las sentía y sólo quería volar (no me hizo...

Sobre los 30

Ha pasado un año y un día desde que cumplí 30. La cosa prometía; me encontré con un año lleno de vacío y vacío de nada. Cómo me gustan las montañas rusas, aunque jure cada vez que no subiré a una porque me dan vértigo. Hago balance, como si estuviera frente al reloj en la Puerta del Sol, de lo bueno y lo malo. Cuánta angustia y cuánta euforia. Cuánto cambio ha habido. Aprendizaje. Parece que entrar en la treintena te acerque más a tu infancia que a tu madurez; me compré un libro de plantas sólo porque sabía que mi abuelo lo hubiese tenido y he puesto una foto de cuando mis abuelos eran novios en un marco bonito en mi salón y les saludo todos los días. Cómo me gusta amarrarme a mis raíces ahora. Luego no dejo de comprar plantas, porque siempre las acabo matando, pero no pierdo la esperanza de que seré capaz de mantener algo con vida (me sigue entusiasmando la ironía de la metáfora). Y aunque los treinta me ponen delante a la niña y la tierra, las veo con ojos más sabios (mi yo de cincue...