sábado, 19 de octubre de 2024

Me he convertido en una señora

Hoy me he levantando temprano (o más temprano de lo que me gustaría levantarme un sábado) y, antes incluso de desayunar, ya había arreglado la casa y puesto una lavadora con las sábanas. Es día de mercado, así que ante la evidente escasez de mi nevera, me he puesto unos vaqueos blancos, una camisa de rayas azules y flores bordadas, he cogido mis bolsas de tela, y he salido a la calle mientras me cruzaba un bolsito beige por los hombros.

Ya había gente, así que he acudido a mi puesto habitual, el de Manolo. Sé que se llama Manolo porque todo el mundo le saluda por su nombre, aunque yo le conozco por Y-qué-más, que es su muletilla cada vez que le pides un cuarto de kilo de lo que sea. ¿Que por qué empecé a ir a él y no a otro? Como toda chica independizada de treinta años que no sabe distinguir cuándo las judías verdes están bien de precio y cuándo por las nubes, mi primer día de mercado en el barrio me dejé guiar los la marabunta de señoras que se agolpaban alrededor de las cajas de fruta y verdura de Manolo. Una de dos: o es barato o tiene buen género; o el súmmum: ambas son correctas.

Compro y me doy una vuelta, porque confieso que me encanta cuando el mercado sale a la calle. Nunca la la mezcla de olor a perejil, olivas y geranios, con la del asfalto, partes traseras de furgonetas y cajas de cartón se funden tan bien.

Me compro margaritas. Siempre que voy al mercado compro flores, y casi siempre son margaritas, y con mi bolsa de tela llena con la compra en un hombro y el ramo en la mano contraria, me meto en una cafetería, me siento en una mesa al lado de la ventana y me pido un café con leche (sin lactosa) y una tostada con aceite y tomate. 

Y me da por pensar. Echo la vista atrás y pienso en lo que me gusta salir a tomar un café a mí sola y en lo poco que lo hago y me viene un recuerdo fugaz de una Blanca de veintitrés años en una cafetería de Edimburgo, junto a la ventana, con vistas al cielo y a la ciudad, sin saber cuál es más gris de los dos. Me había comprado una libreta azul que aún conservo y llevaba apuntadas muchas ideas sobre las que escribir. Y bebía café y escribía. Bebía café y escribía. No dejaba de escribir. Otro sorbo. Miraba por la ventana. Qué adulta me sentía, qué independiente, una Carrie Bradshaw en toda regla sin nada mejor que hacer que escribir sobre cosas mientras tomaba café (el café en Escocia no es nada del otro mundo, pero entra bien porque hace frío).

Tenía un toque bohemio; la escritora expatriada que se alimenta del halo de romanticismo que ha creado para sí misma en cafeterías bonitas de la ciudad que más le inspiraba, con su café de caramelo salado, su chocolate caliente o su té con leche y sintiendo que era una de esas chicas alternativas de Brooklyn con un gran sueño por cumplir. Cerraba mi libreta y pensaba: "Este es el camino". Me sentía liberada. Dueña de mi destino.


Miro a mi alrededor, mi mesa, la silla donde he dejado las cosas, y me sorprendo unos años después cambiando los cafés con cosas por un cortado en la barra, los scones con mantequilla y mermelada por pan tostado, y la libreta y el portátil de mi bolsa por calabacines y cebollas. 

Madrugar un sábado para ir al mercado. Las bolsas de tela. Mi puesto fijo de fruta y verdura. Comprar flores. Tomar un café con una tostadita. Pienso que a los setenta podría perfectamente tener una mañana de sábado como esta. Me miro a mí en el reflejo de la ventana y se me dibuja una mueca entre sonrisa y dolor: qué delgada es la línea entre ser una moderna y una señora.

Irremediablemente saco el móvil y escribo en el grupo de Whatsapp: "¿Quién se apunta a un vermú?" Y me agarro a la idea de tomarme ese vermú en una terraza como a un clavo ardiendo. 



Blanca PeGarri

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