¿Dónde estamos cuando nos perdemos?

¿Dónde estamos cuando nos perdemos? ¿Cómo damos con nosotros mismos en un mundo que no para?

Paso unos días en la playa con la intención de reencontrarme con mi propia paz y con la belleza del mundo. El azul del mar en sus infinitas tonalidades, el sol brillante, el dulzor de un melocotón jugoso. Juego con la idea de idealizar una vida que he dejado abandonada mientras trato de ignorar los casi cuarenta grados que marca el termómetro y la humedad que me deja el cuerpo pegajoso, los restos de arena que encuentro en mi bolso, en mi bañador, en mis sábanas. Como si el verano fuese un paréntesis, el tupido velo que corres cuando tu alma te pide a gritos un descanso, la película en pausa mientras vas corriendo al baño. 

A veces, me descubro sonriendo y eso, aunque no me haga encontrar la paz, sí me acerca un poco al camino. Si hubiese sido por mí —más bien por la persona que últimamente trata de llevar los mandos de mi conciencia— no habría salido de mi madriguera, de no ser porque en algún momento de lucidez algo en mí ha recordado todas esas veces que me tuve que salvar y lo bien que me vino una conversación amiga. O un silencio. La verdad es que tenía razón y estos días están siendo como ponerle una tirita a una rodilla después de haberte caído con la bici. Las conversaciones, la cerveza, los paseos nocturnos por la arena, están resultando un antídoto suave.


Ayer quedé con un amigo, otro, de esos que no son de toda la vida y te preguntas qué diablos hacías tú antes de conoceros. El paseo marítimo estaba abarrotado, olor a salitre y algas, murmullo en las mesas, la luz del atardecer. Hablamos mucho y me hizo feliz verle feliz y me frustró su frustración. Nadie está completamente satisfecho, me dije. Tal vez la felicidad sea sólo momentánea y vayamos uniendo esos ratos hasta tejer una telaraña de anécdotas que nos dan cierta sensación de plenitud. Un placebo. Ese pensamiento me consoló. Quise abrazar a mi amigo, pero lo hizo él primero, y deseé que no se acabara nunca. 

Luego vine a la ciudad. A mi casa. Esa que últimamente evito pisar mientras me refugio en la de mis padres. Vi un capítulo de una serie que había abandonado y desbloqueé el móvil varias veces para mirar las redes sociales sin prestar atención, para después volver a bloquear la pantalla otras tantas. Me acosté en mi cama y miré el techo durante al menos una hora pensando en lo sola que estaba ahí y en que las sábanas habían perdido su característico olor a ambientador textil que tanto me esmeraba en preparar y en rociar a diario, para pasar a oler a cerrado; mi casa enseguida huele a cerrado, pero esta vez no la culpo porque lo ha estado unas cuantas semanas.


Hoy he pasado el día haciendo nada. He regado las plantas, que estaban tristes y con poca vida, como yo, pienso, y he comprado un par de macetas de barro y algo de comida, pero poco más. He comido una ensalada directamente del envase para no tener que fregar los platos (después de destender la ropa, es lo que más odio, y la mayoría de mi tiempo de adulta lo paso fregando) y luego he visto Cinema Paradiso. El final... Siempre me enternece el final. Y he leído. He pasado de atiborrarme a novelitas románticas facilonas a un libro que me está haciendo tener muchas conversaciones internas, conflictos conmigo misma. Está siendo intenso, teniendo en cuenta que ya de por sí soy una persona que se plantea las cuestiones de la vida varias veces al día y divaga mucho sobre el mundo y sobre sí misma. Pienso en las personas de mi alrededor y se me ocurren muy pocas que filosofeen, y entonces me doy cuenta de lo fina que es la línea entre la envidia y la lástima.

Necesito más tiempo en soledad y decido alargar mi estancia en mi propia casa, como si fuese un hostal del que soy la dueña y la única huésped a la vez, aunque decidida a que mi paso no se note, por lo que cinco minutos antes de las nueve de la noche salgo para comprar un kebab. Había pensado en pedirlo a domicilio, pero el calor ha dado una pequeña tregua y decido que es buena idea que me dé el aire. Las calles de mi barrio están llenas de gente que ha tenido la misma idea que yo. No la del kebab, sino la de que les dé el aire. Personas haciendo cola en la pizzería mientras una pareja joven se hace arrumacos —siento una leve punzada—, la heladería tradicional, la plaza llena de mesas y las mesas llenas de gente. En el local, cutre, pero grande, hace un calor pesado y sofocante. Espero mi menú con patatas fritas observando cómo dan vueltas los dos rollos de carne, encarada a la barra, en sus parrillas al rojo vivo, cajas de pizza amontonadas, hojas de menús impresos desparramadas, un tufillo a salsas, sudor y pan de pita tostado. Pago y salgo. 

Qué gusto el aire de la calle. 

Vuelvo a casa pensando en escribir y en ver una película y tecleo ideas a vuelapluma en la aplicación de notas de mi móvil. Mientras ceno en el sofá, me pongo El hombre de acero y me convenzo de que Henry Cavill es, definitivamente, mi prototipo de hombre perfecto. Y de quién no. Me da la risa al pensar que es absurdo sufrir por cualquier otro hombre que no sea él y me reconforta la idea de que ninguno lo es. Que mi madre no me llevó en su vientre y tuvo contracciones y me parió entre sangre y placenta, y el médico me devolvió a la vida porque nací ahogada con mi propio cordón umbilical —es irónico que lo único que me ataba a la vida quisiera quitármela— para que yo ahora sufra por ningún hombre que no se parezca remotamente a Henry Cavill.

Cuando se acaba la película recojo los cojines del sofá que un rato antes había empujado con los pies hacia el suelo, vacío las sobras de kebab en la basura y me lavo los dientes y la cara. Me tomo una pastilla de hierbas para dormir. Encaro el ventilador a la cama y me tumbo, una noche más mirando el techo, preguntándome si acaso estoy preparada para afrontar el presente y que, de no ser así, cómo leches lo voy a hacer a partir de ahora. 

La bola de papel que uso como lámpara se balancea cuando el aire del ventilador le llega de refilón, la veo por la luz que se cuela por la ventana, y pienso en la fragilidad del papel, en que parece que flote inerte y en que, pese a todo, sigue teniendo luz. Pienso en el mar de estos días y de repente se me asemejan. También se movía sin romperse. Y me digo a mí misma, cerrando los ojos, que tal vez de eso vaya todo: de no quebrarse pese al viento.



Blanca PeGarri

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