La última vez
Estoy sentada a la sombra en una silla de la casa del campo. Tengo un libro entre manos y, mientras leo, oigo a las cigarras cantar en una inequívoca señal de que aún hace calor, aunque no es sofocante: el calendario ya se ha comido la mitad de septiembre, pero me sigue apeteciendo enfundarme el bañador de rayas rojas y dejar que el aire del campo me envuelva. Veo algunos olivos y un par de libélulas rojizas sobrevuelan el agua de la piscina, que refleja en formas desiguales las copas de los árboles. Una suave brisilla cálida acaricia mis brazos y mis mejillas y me trae el olor de la tierra y pienso en que si pudiera detener el tiempo, este sería un momento perfecto. Los sonidos, los olores, la sensación de verano eterno. Todo me hace querer presionar el botón de pausa y quedarme a vivir en este momento. ¿Tengo ese poder? Cierro los ojos, aprieto los párpados, la luz que los atraviesa se oscurece. Los abro, deslumbrada, y veo pasar una mariposa blanca y pequeña. Qué pocas mariposas se ven ya, pienso, y me recuerda lo efímero de las cosas. No, no tengo ese poder.
Me meto en la piscina, bajo por la escalera poco a poco. El agua fresca rozando mis pies, luego mis muslos, el escalofrío al llegar al vientre. Sumerjo la cabeza. Me quedo ahí, inerte, y al poco vuelvo a la superficie entre una nube de burbujas que salen de mi nariz. Hago un par de largos buceando; necesito limpiar muchas cosas en mi cabeza y no se me ocurre mejor manera: el silencio en el agua es envolvente, líquido, adaptable. Te deja sólo con lo esencial.
Últimamente estoy cerrando muchas cosas y estos pequeños rituales resultan tremendamente simbólicos y eficaces para eliminar impurezas. Tanto sirve nadar, como una ducha caliente o cerrar —literalmente— una puerta con llave. Esto último lo hice hace un par de días y fue tan duro como liberador. Intenté, y lo sigo haciendo, agradecer. Justo antes, por el azar que a veces nos lanza la vida, entré en una librería a la que no tenía pensado entrar y me compré una novela que no tenía pensado comprar: Las gratitudes, de Delphine de Vigan. Puede que fuese el título del libro (que luego introduje en mi bolso para dejarlo allí sin abrir) el que me inspiró a agradecer y no a odiar. Más tarde, frente a los mismos árboles que estoy mirando ahora, empecé a leer. Era una noche como lo suelen ser a finales de septiembre: agradable, algo fresca. Había dado la vuelta sólo a ocho o nueve páginas y, de nuevo, el azar volvió a sacudirme:
Cierra al salir la puerta de su apartamento, la misma que ha cerrado cientos de veces, pero hoy sabe que será la última. Insiste en meter ella misma la llave en la cerradura y darle la vuelta. Sabe que no volverá. Que no hará nunca más esos gestos tantas veces repetidos [...]. Pero, en realidad, sabe perfectamente que está soltando amarras.
¿Sabía la autora cuando escribió esto que, en algún momento, en algún lugar del mundo, una chica se empeñaría en meter ella misma la llave en la cerradura y darle la vuelta sabiendo que esa vez sería la última? ¿Que utilizaba ese portazo para cerrar, literal y simbólicamente? Las cosas que nos ocurren ya le han ocurrido antes a alguien. Y le ocurrirán después a otros. No es de extrañar que en un afán de hablar de la vida, encontremos similitudes. Da igual si queremos llamarlas señales o casualidades. ¿Lo son? ¿Acaso importa?
Hay tan pocas veces que sabemos con certeza que será la última. El último beso a un amor, la última comida con tus amigos, el último abrazo a una madre. Ahí nadie te avisa. Echo un último vistazo. Digo adiós en voz alta, aunque nadie me oye. Cierro la puerta. Giro la llave.
Al día siguiente compro melocotones en el mercado y el tendero me sonríe, como siempre. Todo sigue igual, menos yo. Es más fácil de lo que pensaba.
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