Me despierto por la mañana y aprovecho para remolonear. Hoy no hay despertador ni prisa por empezar el día. Abro el ojo, eso sí, con un pensamiento clavado en el lagrimal, como una pestaña caduca que se marchitó cuando dejé el teléfono en la mesilla antes de dormir. Un buenas noches no es suficiente despedida y el parpadeo que dura una noche es demasiado corto como para aliviar la ansiedad de teclear un "te echo de menos" tres minutos después de poner el teléfono en modo "no molestar", rezando por que suene a notificación susurrada en el oído.
Los días de guardar no debería estar permitido pensar. Y aquí estamos, centrifugando sentimientos. Sintiendo y no queriendo, o queriendo sentir y atormentándonos por ello. Lo he vivido tantas veces en tan poco tiempo que ya sé muy poco sobre el dolor y el placer, qué línea más delgada. Se parece a mis brazos huesudos separando mis costillas del mundo. Qué habrá de corazón y qué de realidad.
Me pregunto qué serán estas ganas irrefrenables de lanzarse de cabeza a este suicidio emocional. Igual es un mal moderno, o uno muy antiguo que no se ha descubierto aún; hay cosas contra las que no funciona ninguna lucha ni ninguna magia negra. Puede que las ganas de ser vistos (vistos de verdad, como en un escáner de Rayos X donde no se salvan ni los órganos más salvajes) nos empujen a experimentar lo que jamás creímos aceptar, a oler el queroseno de la estufa que nunca pensamos que encenderíamos, y es que nadie sobrevive a un mar de hielo. Tampoco nadie es una isla a la que aferrarse tras un naufragio, pero esta vez, y aunque el naufragio acontece, la isla fue habitada mucho antes.
Me doy la vuelta en la cama en un intento fallido de espabilarme o de volver a dormirme, aún no lo sé. La pantalla del móvil se ilumina y automáticamente el corazón me martillea el pecho, como si hubise estado esperando esa luz una eternidad –toda la noche. De repente tengo unas ganas terribles de abrazar, a mi yo que me mira enmudecida y ojiplática desde un rincón de mi mente, al autor de ese mensaje que aún no sé si es "ese mensaje", a la vida que no sé si se está burlando o haciéndome un regalo. Siento un aluvión de cosas. "Cosas"... Las cosas pueden ir desde una piedra hasta una galaxia, pero esto se parece más a un Big Bang, eso está claro. Y es entonces cuando haces de tripas con razón –ya te cansas de esconder al corazón– y decides que la idea de vivir rápido y morir joven hace mucho que dejó de ser una opción atractiva, que ahora quieres morir de viejo con un cuerpo decrépito de tanto usarlo, de tanto disfrutar lo que la vida le ha ido poniendo por delante sin haberte perdido detalle. Da miedo todo lo que perdemos, pero lo que de verdad importa –las risas que te provoca una persona mientras te mira, mientras te toca, mientras te habla– es lo que permanece con nosotros. Es sólo nuestro de una manera tan íntima que asusta. El tiempo no se llevará eso.
Al final, el fin justifica los miedos. Y dejas de contener el impulso.
Blanca PeGarri
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