¿Desde cuándo la lectura se ha convertido en una competición, con los demás o con uno mismo? Desde cuándo, me pregunto, se ha puesto de moda leer para acumular un número de libros y no por placer. En ocasiones, intoxicada por la voracidad de las redes sociales, me he sorprendido a mí misma ansiosa por terminar un libro para empezar otro sin centrarme en cuánto lo estaba disfrutando. O si lo estaba disfrutando siquiera. Y no me reconocía. Entonces echaba el freno de mano, respiraba y me recordaba por qué leo desde que tengo cuatro o cinco años: la paz, la evasión, las conversaciones internas. Y me recordaba que el tiempo que me queda al día (o a veces a la semana) para leer, quiero que sea así, sanador, y no una carrera contra la pantalla de unos cuantos que leen por otras razones, válidas, seguro, pero no para mí. A mí me gusta recrearme en el hedonismo de la lectura. Entiendo las comunidades de lectores como entornos seguros. Agradezco a quienes comparten sus opiniones, sus gusto...
Hoy me he levantando temprano (o más temprano de lo que me gustaría levantarme un sábado) y, antes incluso de desayunar, ya había arreglado la casa y puesto una lavadora con las sábanas. Es día de mercado, así que ante la evidente escasez de mi nevera, me he puesto unos vaqueos blancos, una camisa de rayas azules y flores bordadas, he cogido mis bolsas de tela, y he salido a la calle mientras me cruzaba un bolsito beige por los hombros. Ya había gente, así que he acudido a mi puesto habitual, el de Manolo. Sé que se llama Manolo porque todo el mundo le saluda por su nombre, aunque yo le conozco por Y-qué-más , que es su muletilla cada vez que le pides un cuarto de kilo de lo que sea. ¿Que por qué empecé a ir a él y no a otro? Como toda chica independizada de treinta años que no sabe distinguir cuándo las judías verdes están bien de precio y cuándo por las nubes, mi primer día de mercado en el barrio me dejé guiar los la marabunta de señoras que se agolpaban alrededor de las cajas de fr...
Estoy sentada a la sombra en una silla de la casa del campo. Tengo un libro entre manos y, mientras leo, oigo a las cigarras cantar en una inequívoca señal de que aún hace calor, aunque no es sofocante: el calendario ya se ha comido la mitad de septiembre, pero me sigue apeteciendo enfundarme el bañador de rayas rojas y dejar que el aire del campo me envuelva. Veo algunos olivos y un par de libélulas rojizas sobrevuelan el agua de la piscina, que refleja en formas desiguales las copas de los árboles. Una suave brisilla cálida acaricia mis brazos y mis mejillas y me trae el olor de la tierra y pienso en que si pudiera detener el tiempo, este sería un momento perfecto. Los sonidos, los olores, la sensación de verano eterno. Todo me hace querer presionar el botón de pausa y quedarme a vivir en este momento. ¿Tengo ese poder? Cierro los ojos, aprieto los párpados, la luz que los atraviesa se oscurece. Los abro, deslumbrada, y veo pasar una mariposa blanca y pequeña. Qué pocas mariposas se ...
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